Sitio Arqueológico Los Coiles 136

El sitio arqueológico Los Coiles 136, ocupación habitacional y cementerio ubicado en la localidad de Los Molles y con dos ocupaciones, fechadas en el Período Alfarero Temprano y Medio – Tardío, ofrece evidencias de las relaciones entre los grupos humanos del Norte Central y Norte Chico.

Revisa la monografía de 1992 sobre el sitio aquí.

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Sitio Arqueológico Estadio de Quillota, Chile Central

El sitio arqueológico Estadio de Quillota, descubierto a mediados del siglo pasado y excavado sistemáticamente el año 2008, ostenta el título de ser el cementerio prehispánico más extenso del área de estudio de la prehistoria definido por el curso medio del río Aconcagua (Ávalos y Saunier, 2011). Con más de 200 tumbas descubiertas, lamentablemente no todas excavadas sistemáticamente, abarca un rango de ocupación temporal que va desde el Período Alfarero Temprano (300 dC) hasta el presente, de manera continua.

Se ubica además el cementerio en un área altamente urbanizada, siendo el único punto en la ciudad de Quillota, en la que fue posible estudiar contextos arqueológicos íntegros en sus relaciones contextuales y espaciales, en la breve historia de la arqueología local.

Imagen del Estadio de Quillota en 1955, en Gajardo Tobar y Silva, 1970

El grueso de la información aquí presentada fue recabada como parte de un proyecto de investigación multidisciplinario que se desarrolló los años 2008 – 2009 como parte de las medidas de Mitigación y Rescate del sitio arqueológico en el marco del Proyecto de Reposición del Estadio Municipal Lucio Fariña Fernández de Quillota, de la Red Estadios, proyecto financiado en conjunto por la Municipalidad de Quillota y el Gobierno Regional de Valparaíso a través de los FNDR. El trabajo sistemático permitió abordar el estudio del sitio desde la arqueología, la bioantropología, la geología y la historia, apuntando a un trabajo integrado de dichas disciplinas, para una comprensión profunda de lo que se denominó el modo de vivir y morir de la comunidad representada en el cementerio Estadio de Quillota.

Historia y Antecedentes del Sitio Arqueológico

El espacio donde actualmente se emplaza el sitio arqueológico Estadio de Quillota correspondió, hasta la década de 1930, a una quinta de agrado, es decir, un terreno de gran extensión con una casa central de estilo colonial que era el centro de descanso de familias de la oligarquía porteña o santiaguina, especialmente durante los meses de verano (Venegas 2010). Ésta se llamaba la Quinta El Mono, y pertenecía a don Juan Oscar Balaresque Delbos, rentista francés que estaba casado con Sofía Buchanan. Tras la muerte del hacendado, su viuda vendió la propiedad para edificar allí campos de deporte de índole municipal, que fueron habilitados con mínima intervención del terreno (Venegas, Ibíd.). Previo a esto, refieren fuentes judiciales y directas, la quinta no contaba con jardines, paseos o plantaciones, siendo nada más que un potrero.

Entre 1936 y 1955 finalmente se impulsó la construcción de las tribunas del estadio y se realizaron algunas obras tendientes a ir conformando un campo de deportes, que incluyera una piscina. En diciembre de 1955, estando haciéndose las excavaciones para construir los pilares de las graderías del estadio de Quillota, los trabajadores encontraron restos arqueológicos de un cementerio indígena. A la sazón, los integrantes del Centro de Estudios Antropológicos de la Universidad de Chile, Bernardo Berdichesky y su alumno el señor Gastón Bajarano realizaban los trabajos en la región costera, por lo que se trasladaron el día 15 “para tomar conocimiento previo del hecho y recoger algunas muestras líticas, objetos de cerámica y esqueletos en regular estado de conservación (…) los hoyos que ya habían sido trabajados para la ubicación de los pilares del estadio en construcción de esa ciudad. Desenterraron algunos restos humanos acompañados de trozos de objetos culturales, como ser cerámicas, tierra colorante y material lítico tosco” (La Nación, 8 de Enero de 1956, Informaciones Generales, pág. 5. Hoppe Boock, 1956).

Berdichewsky y Bajarano describieron el conjunto cerámico registrado, constituido en parte por “cerámica corresponde a la denominada utilitaria (uso doméstico, principalmente), a saber: cántaros, ollas que están aún con marcas visibles de hollín en el exterior: escudillas y otros trozos pequeños imposibles de clasificar en el estado actual de la exploración” y “cerámica ceremonial, ésta se reduce a unos pocos cántaros hermosamente decorados (…) además se obtuvieron algunas escudillas con rastros policromados, pero que la acción de la humedad borró al reblandecer la capa exterior del objeto” (Hoppe Boock, Op. Cit.).

Muy en conformidad con el paradigma dominante en dicha época, Berdichewsky estableció: “No cabe duda de que los motivo precitados demuestran la influencia de estilos incásicos, salvo la escudilla que lleva un “trinacrio” en la parte posterior externa. Este elemento decorativo se encuentra bastante difundido en la región del Aconcagua, como igualmente en la costa Central y su dispersión es abundante en todo el continente. Es probable que llegara a Chile precedente de Argentina y no por la expansión incásica” (Hoppe Boock, Ibíd).

Otro tipo de material registrado corresponde a “restos de cerámica roja comunes en la zona, tanto al interior como en la costa” (Hoppe Boock, Ibíd.), eventualmente identificables con el tipo hoy denominado Rojo Engobado, característico de la Cultura Aconcagua.

Respecto a los hallazgos bioantropológicos, destacaron el hallazgo del “cráneo de un adulto casi completo, con una notoria deformación en la parte posterior [que] difiere de las clásicas u comunes en el Tihuanaco, que poseen como característica la de ser tubular (alargadas), siendo ésta de Quillota, en cambio, tabular, semi cuadrada y comprimida por el frontal y el occipital (…) Otro elemento óseo que llama la atención consiste en los dientes que llevan un marcado desgaste y carecen absolutamente de caries. Cabe señalar que esta particularidad es propia de las razas aimaras – quechua que habitan la altiplanice peruano – boliviana, y que se observa aún en nuestros días. Puede atribuirse esta conservación dental al hábito de mascar coca, que al combinarse con otras sales minerales protege los dientes del efecto de los ácidos que coayudan a su destrucción. También el desgaste dentario se da en otros grupos aborígenes, inclusive en Chile, pero éste tendría como causa la masticación de maíz como fase del proceso de preparación de la chicha, principalmente en las mujeres que eran las encargadas de realizar dicha tarea”. (Hoppe Boock, Op. Cit.)

El material revisado y recopilado en dicha visita fue entregado al Museo Histórico Nacional de Santiago. Roberto Gajardo Tobar y Jorge Silva Olivares, otros integrantes de la Sociedad de Arqueología e Historia Dr. Francisco Fonck, consiguieron permiso de la municipalidad de Quillota y facilidades de parte de los contratistas que levantaban las galerías para hacer un rescate que se concentró en un área aproximada de 11 m por 9 m en el área sur este del estadio, en la confluencia de las calles Arauco y Pinto.

Las unidades de excavación se trazaron al oeste de un canal de regadío paralelo a la calle Pinto, al sur de las fundaciones de las Tribunas, abarcando ampliamente la Pista Atlética y parte de la Cancha. Los resultados de esta excavación correspondieron al hallazgo de 12 contextos funerarios, algunos individuales y otros dobles. 11 individuos correspondían a adultos, y uno a un adolescente. La mayoría de los cuerpos se encontraron dispuestos estirados decúbito ventral o dorsal, acompañados de una rica ofrenda cerámica que incluía pucos y vasijas decoradas con trinacrios y diseños geométricos en blanco, negro y rojo, diseños estilísticos propios de lo que hoy denominamos Cultura Aconcagua en su momento de desarrollo local y luego tras el recibimiento de influencias inka.

Fotografía tomada en el Cementerio Estadio de Quillota en 1956. Fuente: Gajardo Tobar y Silva, 1970

Gajardo Tobar y Silva (1970) interpretaron al sitio como un importante cementerio indígena de túmulos con “tres estratos bien distintos, con una superposición de sepultaciones de culturas diferentes”. Caracterizaron dichos estratos culturales de la siguiente forma: el más superficial, ubicado bajo los 45 cm de profundidad, habría dado cuenta de la presencia de una población con influencia foránea inka; el estrato siguiente que arrojaría evidencia de la población local; y el estrato más profundo que da cuenta de una población distinta, similar al entonces reconocido Horizonte Las Cenizas, en el cual los cuerpos se disponen en posición genuflexa y sin ofrenda cerámica. Se encontraron enterratorios en al menos dos niveles de profundidad dentro de cada túmulo definido por los investigadores.

El año 1998 se ejecutaron obras de instalación de la red de gas natural entre las calles Pinto y Bernardino Concha, hacia el sureste del Estadio Municipal, registrándose evidencias de la continuidad del sitio arqueológico, extramuros del Estadio (Carmona, 1998 Ms). El análisis cerámico efectuado reveló que los hallazgos se adscribían a la Cultura Aconcagua, pero la posición en la que fueron depositados algunos esqueletos, flectados e hiperflectados, sugiere que algunos enterratorios podrían corresponder a los primeros habitantes del valle, ya sea de la Cultura Bato o del Complejo Cultural Llolleo. Adicionalmente, en la fragmentería cerámica recuperada se registraron fragmentos adscribibles al Período Alfarero Temprano (Ávalos, com. Pers.).

El año 2006 el equipo del Museo Histórico Arqueológico de Quillota obtuvo los dos primeros fechados por TL de vasijas de la excavación de Gajardo Tobar que se encontraban en la institución. La primera de ellas apuntaba a la datación la ocupación más tardía y más ampliamente representada en el sitio, la Cultura Aconcagua y la segunda fecha, al fechado de la ocupación temprana del cementerio, componente Llolleo. Los fechados se consignan en la Tabla 1.

Tabla 1: Datación de cerámicas del sitio Estadio de Quillota (Responsable: Hernán Ávalos).

MuestraNoDescripciónP (Gy)D (Gy/año)Edad (AP)Fecha
UCTL 1892  1EDQ C-67 Vaso tricromo engobado1,71 ± 0,13  2,93*10-3585 ± 45  1420 DC  
UCTL 1893  2EDQ C-91 Jarro negro pulido2,88 ± 0,29  1,80*10-31600 ± 170  405 DC  
Año base: 2005

Durante el año 2014, y como parte de los análisis realizados en el marco del proyecto “Etapa de Rescate o Medidas de Compensación: sitio arqueológico Estadio de Quillota” se obtuvieron seis fechados adicionales, consignados en la Tabla 2. 

Tabla 2: Datación de cerámicas del sitio arqueológico Estadio de Quillota, Proyecto “Etapa de Rescate o Medidas de Compensación: sitio arqueológico Estadio de Quillota”. Responsables: H. Ávalos y A. Didier

MuestraNoDescripciónP (Gy)D (Gy/año)Edad (AP)Fecha
UCTL 2765 1Tumba 3, vasija 4. Jarro doble gollete en U. Aconcagua Negro sobre Salmón1,36±0,103,08×10-3440 ± 401570 DC
UCTL 2766 2Tumba 4, vasija 1. Escudilla rojo engobado1,45±0,143,10×10-3470 ± 451540 DC
UCTL 2767 3Tumba 11, vasija 6. Olla pardo alisado1,51±0,143,00×10-3505 ± 501505 DC
UCTL 2768 4Tumba 14, vasija 1. Puco engobado con dos lóbulos.1,52±0,143,12×10-3490 ± 501520 DC
UCTL 2769 5Tumba 23, vasija 4. Jarro café-rojizo con dos asas pequeñas1,64±0,162,99×10-3550 ± 501460 DC
UCTL 2770 6Tumba 34, vasija 3. Puco1,50±0,143,26×10-3460 ± 451550 DC
Año base: 2010

En el marco del proyecto de Reposición del Estadio Municipal de Quillota se efectuó la caracterización del sitio arqueológico con el fin de establecer las dimensiones espaciales y estratigráficas del sitio arqueológico y planificar su posterior rescate, por primera vez abordando el sitio con una lógica de excavación planificada y no sometido a la contingencia de un hallazgo sorpresivo. Según se establece en el Informe Final de Caracterización del sitio arqueológico (Dider y Ávalos, 2009): “Los resultados preliminares obtenidos confirman la presencia de un extenso sitio arqueológico en los lugares sondeados el que cubre toda la extensión superficial del Estadio de Quillota”. Al oriente de las Tribunas se encontraron importantes restos históricos y prehispánicos, dando cuenta estos últimos de un tiempo de ocupación del sitio desde el Período Alfarero Temprano en adelante.

Los resultados del rescate arqueológico confirmaron las interpretaciones antes realizadas sobre el sitio, pero esta vez dicha afirmación se vio respaldada por la recuperación de 38 contextos funerarios adscritos en su mayoría a la Cultura Aconcagua, en su fase inicial y con influencia Inka y dos adscribibles al Período Alfarero Temprano. Se recopilaron en total más de cien vasijas que constituían parte de la ofrenda que acompañaba a los esqueletos, además de una serie de pipas de cerámica, instrumentos de hueso, herramientas líticas, puntas de proyectil y joyas de piedra. Se confirmó también la utilización de este espacio desde el Período Alfarero Temprano hasta momentos posteriores a la llegada de las influencias Inka, siempre cómo área de cementerio y con una fuerte carga ritual y simbólica (Dider, Ávalos y Saunier, 2012).

La alta densidad de enterratorios encontrada en el área de rescate (0,2 individuos/m²) y la riqueza de los contextos funerarios identifica a este asentamiento indígena como una fuente de información excepcional para caracterizar el modo de vivir y morir de los indígenas de la zona desde los comienzos de la alfarería hasta momentos posteriores a la llegada del Inka.

Características del Cementerio Arqueológico

Se recuperaron los esqueletos de 37 individuos, nominados entre EDQ_E1 y EDQ_38. Sólo dos de estas tumbas se adscribieron al Período Alfarero Temprano y el resto correspondió a contextos de distintos momentos del Período Intermedio Tardío y Tardío. Cada individuo recibió un número según el orden en que fue descubierto, por lo que existen tumbas múltiples cuyos números de individuos no son consecutivos. El número 27 fue identificado originalmente como un Esqueleto, pero correspondió finalmente sólo a Restos Aislados.

Estratigráficamente se observaron niveles de hasta tres tumbas consecutivas dispuestas entre los 50 y 140 cm de profundidad. La disposición de los contextos funerarios, adscritos al PIT, sugiere que el cementerio prehispánico del sitio Estadio de Quillota presentaba un patrón de túmulos, típico de la Cultura Aconcagua, cuyos niveles se encontraban delimitados por cantos rodados.

Vista de un túmulo funerario que contenía un enterratorio doble hacia el sur y tres enterratorios individuales y sucesivos hacia el norte, todos bajo la capa de piedras que se aprecia en la imagen )Fotografía: H.A.G., 2009

Narraciones para niños sobre Prehistoria Local II

Les compartimos a continuación estas páginas que son un extracto del trabajo final del Seminario de Formación en Pedagogía Waldorf dictado por el Colegio Waldorf San Francisco de Limache.

Dicho trabajo resumen las indicaciones para la transmisión de conocimientos relacionados con la prehistoria en el bloque de historia local del currículum de pedagogía Waldorf de educación básica o primaria. El concepto de historia que utilizaremos se aboca más bien a lo que en términos académicos llamamos prehistoria, que corresponde al período previo a la llegada de los conquistadores españoles a la zona en estudio, que es el curso medio e inferior del Aconcagua. La reconstrucción prehistórica e histórica de la secuencia cultural de la zona ha sido escasa, con la utilización de fuentes acotadas y una mirada más bien práctica que reflexiva. Las fuentes de información arqueológica se han mantenido en las últimas décadas, en un espacio confinado, y es mi intención facilitar el uso de esta información y de este tipo de fuentes, para la libre elaboración de una imagen del hombre y su forma de vivir hace milenios, en el espacio que nosotros hoy habitamos y hacemos propio.

Específicamente, compartiré el apartado con relatos basados en los hallazgos arqueológicos realizados en la zona, que se pueden narrar a los niños en el desarrollo de la clase principal, pero que igualmente se pueden adaptar a otros contextos. Espero que los disfruten.

II. Al norte del Aconcagua

Cada día, al despertar, hombres, mujeres y niños, ancianos y ancianas, saludaban al río y le agradecían por seguir allí. Por guardarles agua fresca con la que podían llenar sus vasijas en cualquier momento, por hacer crecer sus cultivos y por acompañarles a sus aldeas cuando le hacían caminos empedrados para desviarse del cauce principal.

El hombre vivía en aquellos días rodeados de animales. Cada mañana el intenso trinar de los pájaros despertaba a todas las familias. Los pájaros cantaban para que saliera el sol, y gracias a su trinar sabían que, aunque estuviera nublado, por sobre las nubes estaba el Tata Sol alumbrando. Las casas tenían piso de barro, y las paredes eran de quincha, con una gruesa capa de coligües y harto pasto para darles firmeza. En las entradas de las casas ponían toldos de cuero, para protegerse del sol, del viento o de la llovizna. Y de cada casa, como le habían prometido al Mauco, un hilo de humo se elevaba al cielo.

La primera tarea del día consistía en avivar el fuego del hogar. Había un fuego grande, siempre encendido y humeante al centro de cada conjunto de casas. Y otros fuegos más pequeños, en el centro de cada vivienda. Esos pequeños fogones mantenían el calor dentro de las viviendas, ayudaban a secar la humedad que traía el río y endurecían el piso de las habitaciones. A veces lo usaban para cocinar, pero también podían usar el fuego comunitario. El humo se escapaba por las rendijas del techo de cada habitación y así sabían, desde la distancia, dónde podían encontrar otro caserío. Las encargadas de sostener ese fuego eran las mujeres de cada tribu. La más anciana de ellas era la encargada de encender por primera vez esa llama, cuando se instalaban en un llano. Una vez que ya estaba firme, le tocaba a las más jóvenes alimentarlo y asegurarse de que nada lo consumiera.

Los niños debían entonces enfilar al río a buscar agua. Siempre había algún adulto vigilando, escondido entre los matorrales, pero les hacían creer que iban solos para que cogieran valor y fuerza. Volviendo a las casas la primera comida estaba lista. Un poco de carne asada del día anterior, algunos frutos recolectados, otros hechos jugo, una cuantas cebolletas pasadas por agua caliente. Y a empezar el trabajo del día.

Era el momento entonces de agradecer a las rocas, que eran (y aún son) guardianes de sabiduría. Las palabras de los antiguos espíritus, elementales y hombres que ya no podían ver, pero que recordaban, habían quedado guardadas con el tiempo en las piedras. Ideas grandes y sublimes, pequeñas y algunos versos cantarines, se dispersaban por los caminos, junto a las chozas y en las orillas del río. Toda palabra pronunciada, como toda piedra trabajada iba a durar para siempre.

Hace milenios el Gran Espíritu de la Montaña había enseñado a los cazadores a dar forma a herramientas a las piedras. Cuchillos, palas, boleadoras, puntas de flecha… aquella habilidad  les ayudaba a conseguir alimento cuando salían a buscar animales o bayas en los alrededores. Pero las piedras no querían ser simples testigos de cómo se les moldeaba y se les utilizaba, pidieron a los Espíritus más antiguos y profundos, aquellos que sólo ven el sol cuando asoman por los volcanes, que les permitieran también revelar su sabiduría. Los gentiles, les llamaban quienes les veían y se comunicaban tanto con las piedras como con los hombres. Eran pequeños y poderosos, los guardianes de los tesoros de la tierra. Ellos se relacionaban  especialmente con las mujeres, y se cuenta que les enseñaron a ellas a moldear la tierra para hacer vasijas tan resistentes como las rocas y escribir en las paredes de las ellas la historia de sus pueblos.

En los grandes bloques de piedra hombres y mujeres socavaban morteros grandes y pequeños, como pequeñas tacitas, donde acudían en grupo, para hacer polvillo de las piedras que recolectaban, y pintar sus cuerpos y sus ropas con ellas. Esa misma forma le daban luego a piedras más pequeñas y les fue permitido llevarlas a sus aldeas. Aprendieron a moler luego granos y semillas en la piedra y así hacer con ellas papillas y tortillas, y gracias a ello años después se plantearon cómo poder cultivar sus propios alimentos. “Llegará el día en que los hombres escribirán en las piedras, así como ahora escriben en la Tierra” les dijo el gran Espíritu de la Montaña, y así fue que años después, cuando llegaron extranjeros a esta tierra se encontraron con grandes bloques de piedras dibujados y escritos con señas que aún hoy no pueden descifrar. 

Por aquí y por allá en torno al caserío se podía ver algunos hombres y sus jóvenes aprendices fabricando armas y tallando piedras. Un trozo de cuero sobre los muslos les bastaba para armar un taller portátil. Los mayores y más experimentados eran muy habilidosos y podían fabricar flechas pequeñitas de vidrio volcánico que traían desde la cordillera. Los aprendices sobrellevaban con dificultad numerosos cortes y rasguños en los dedos y las rodillas, a causa de la mala puntería o la falta de técnica al momento de golpear las rocas una contra otra. Sí, aprender el arte de dar forma a las piedras era una tarea dolorosa en un principio, pero después de un tiempo aprendías a reconocer los talentos ocultos en cada piedra, y a saber reconocer cuáles eran mejor para cortar, para moler, para moldear o cuáles escondían tesoros únicos y era mejor guardarlos como piezas únicas. Con suficiente experiencia y talento para escuchar el secreto de las piedras, tendrías que viajar un día, tarde o temprano, desde el mar a la cordillera, buscando los mejores ejemplares de minerales y rocas.

De este grupo de talladores, ni los más jóvenes ni los más ancianos, pero sí los más fuertes y hábiles en el reconocimiento del paisaje salían regularmente a cazar. Las primeras presas, que se pillaban cerca de los caseríos eran aves. Por el camino, roedores, zorros y uno que otro conejo podían aportar diversidad a la cena. Pero las presas más cotizadas eran sin duda los guanacos, que corrían silvestres por los lomajes costeros. Un buen guanaco asado, cuidadosamente cocinado, traía a la familia el calor de la tierra donde había crecido, el color de los pastos que había pisado y el dulzor de las aguas que había bebido.

Lejos había quedado el tiempo en que los hombres vagaban por la tierra y se instalaban donde el cansancio se los pedía. Ahora, sentían gran cariño por la tierra que pisaban, cultivaban maíz, quínoa, cuidaban de las palmas que poblaban el paisaje y recolectaban maqui, madi y varias yerbas medicinales y que usaban también para decorar sus vasijas, sus casas y sus cuerpos.

Tal era el amor que le tenían a su tierra, que de entre los que vivían en la costa muchos de ellos perforaban sus labios y sus orejas para demostrar ante todos que nunca iban a moverse del lugar que habitaban. Algunos debían tomar esa decisión pequeños, casi cuando empezaban a cambiar sus dientes. Le prometían al Gran Espíritu del Mauco que nunca dejarían las aguas gris verdosas del Aconcagua, que traían murmullos de la cordillera, y que se perdían en las fauces voraces de un mar azul como el cielo. Entonces el más anciano del pueblo, les cortaba el labio inferior y atravesaba a través de él, un pequeño tembetá, un disco con dos aletas que quedaban por dentro de la boca y sostenían ese adorno, fijo, por el resto de la vida. A esos hombres y mujeres se les revelaban todos los secretos del Mar.

El Mar aprendía a respetarles y hasta les quería. Les regalaba muchos peces y mariscos en gran variedad. Espíritus marinos les enseñaban a los hombres a bucear y traían del mar unos picorocos tan grandes como un antebrazo. Las mujeres recogían machas por tinajas y choritos que ponían en sus vientres para desconchar. Los hombres fabricaban arpones y tallaban pesas de red, y las mujeres tejían redes con gran habilidad, usando sus manos y sus dientes. Esos eran los hombres y mujeres de mar. Si nacías en esas familias, te pondrían un colgante hecho de la parte central de un caracol para tu protección al nacer, y cuando recibieras tu tembetá sabrías los secretos del mar y dedicarías tus esfuerzos a lo que el Espíritu del Mar te pidiera.    

En los campos fértiles la vida era muy parecida. Hombres y mujeres no decidían consagrar su vida al mar ni a las aguas escurridizas del río. Lo suyo era la tierra a la que se dedicaban apenas despuntaba el sol. Traer agua para regar los campos, limpiarlos de plantas que fueran ajenas, sacar a los insectos y roedores que querían sacar uno que otro provecho de las plantaciones. Cosechar lo que ya estuviera listo, repartirlo entre las distintas familias. Limpiarlo y almacenarlo. Hacerlo puré, almacenarlo. Hacerlo harina, almacenarla. Preparar chicha, almacenarla. Recoger hierbas y secarlas al sol, y almacenarlas. Preparar algunas reservas para intercambiar con algunos viajeros o con los grupos costeros.

El trabajo de alfareros y cesteros era clave. La tierra en algunos lugares muy especiales daba la arcilla precisa, rojiza o blanquecina, que debían cosechar igual que el maíz. Con esta tierra especial humedecida se hacían largos “gusanos” de barro, que luego se enrollaban para hacer las paredes de los cántaros. Con piedras redondeadas, muy suaves, que se recogían en el río, pulían las paredes de esas vasijas para dejarlas lisas y darles el grosor necesario. Los modelados en las paredes de las vasijas se hacían cuando aún estaban frescas. Una vez que se cocían en hornos excavados en la tierra y se endurecían, se pintaban con pintura roja o negra.

El oficio de los tejedores y tejedoras era muy valorado. Recolectaban totora y la trenzaban para darle forma similar a la de las vasijas. Los cestos servían para juntar comida, flores y también para filtrar agua, lavar semillas e incluso buscar oro en los cursos de agua.

La vida prosperaba en torno al río y al mar. Los días se sucedían uno tras otro en calma, y así también el otoño, el invierno y el verano. Pero hubo un momento, en que los Espíritus del Mar no quisieron ayudar más a sus protegidos. Los Hombres de Mar se habían vuelto soberbios, y se jactaban ante los Hombres de la Tierra, aquellos que se dedicaban a cultivar en las terrazas del río, de ser mejores conocedores de su elemento que ellos. Se olvidaron de cómo los espíritus les enseñaban a bucear y a pescar, y decían que todo su sustento se debía a su propio esfuerzo. Ya no buscaban ni en las nubes ni en el cielo señales para saber cómo trabajar, y no agradecían con fuego y humo ni a los espíritus ni a los ancestros. No, el Espíritu del Mar no estaba para esos juegos. Él se movía con un aire frío bajo las olas, y decidió llevarse sus remolinos a otros mares durante un tiempo. “Llegará el día en que me extrañen, y recuerden que tanta sabiduría la obtuvieron sólo porque yo quise revelarles esos secretos. Aun son muy jóvenes para seguir adelante sin nosotros”.

Así fue como las aguas marinas, antes frías, se volvieron cálidas, y los peces y mariscos de siempre comenzaron a escasear. “Se fueron, migraron a otros mares, buscando el frío”, decían algunos. “¿Qué haremos? El mar se ha vuelto hostil, no nos da lo que necesitamos”. No importó cuanto se esforzaron tejiendo redes más grandes para lanzar al mar. Los buceadores se sumergían durante horas y volvían con las manos vacías, y exhaustos. Los pocos peces que lograban atrapar parecían estar enfermos y tenían mal sabor al comerlos. Muchos enfermaron por comer peces contaminados y murieron,  sobre todo niños, que eran más débiles.

Fuertes vientos arrasaban la costa y hacía temblar los toldos. La arena de las dunas cercanas llenaba el aire, como si estuvieran en una permanente tormenta del desierto. Las fogatas se apagaban y costaba mucho encenderlas. “Ya no podemos vivir aquí, se decían. Nosotros también tendremos que irnos” pensaron. Pero ¿a dónde? El corazón les dolía en el pecho, sentían que dejar esos parajes era como arrancar una parte de su propio cuerpo. Los cultivos casi no podían crecer con tanta arena arrastrada con fuerza, y desde el mar volvían las redes vacías, como nunca antes les había ocurrido.

Los Hombres de la Tierra que vivían en la costa decidieron no esperar. Mujeres y niñas comenzaron a recoger sus viviendas, sus vasijas y los cueros que usaban como toldos, y con todas sus pertenencias a cuestas, remontaron por el río valle arriba, a los valles de Quillota y Limachi. Tiempo después les siguieron los últimos cazadores. Encontraron allí otros pueblos y aldeas, de gente como ellos, acostumbrados a cultivar y asentarse junto al campo, alfareros y curanderos. Todos fueron muy generosos con los nuevos vecinos, compartieron la tierra y valoraron mucho los secretos para cultivar en otros tipos de tierra, que aportaron los recién llegados. “Somos hijos de la misma Madre y del mismo Padre”, les decían, cuando se instalaban en los alrededores de los caseríos. Para conmemorar que el viento les había traído como regalo, nuevos hermanos de la misma madre, comenzaron a dibujar una rueda de tres aspas en sus vasijas, que representaba los constantes cambios de la vida, cómo el viento les había causado dolor pero ahora les mostraba que en el movimiento sólo había expansión.

Sólo unos pocos Hombres de Mar se quedaron en la costa, por no perder la tradición ni dejar sólo al Espíritu del Mar. Conocieron de escasez y soledad, pero su amor por ese paisaje de atardeceres anaranjados era tan fuerte, que no se rindieron. El Espíritu del Mar también se sintió solo y le dolió ver a sus hombres sufrir, y cierto era también que los hombres ya no confiaban mucho en él. Pero vio en los pocos Hombres de Mar que se quedaron algo más importante que la lealtad: el amor. Y aceptó, después de un tiempo, volver con sus remolinos fríos, sus mariscos abundantes y sus peces variados.  

Planta de quincha de una vivienda adscrita a la Cultura Bato, excavado en la localidad de Loncura, Quintero en 2009. Fotografía: H. A. G., 2009

* La planta de una casa indígena típica fue descubierta el año 2009 en Quintero. Las evidencias funerarias se inspiraron en grandes cementerios encontrados en la ribera sur del Aconcagua, junto a la desembocadura, cuyos vestigios se encuentran resguardados en el Museo Histórico y Arqueológico de Concón. Los estudios geológicos y arqueológicos realizados en esa misma área revelan evidencias de un cambio climático hacia fines del primer milenio. Las vasijas decoradas con tres aspas se denominan pucos tipo Aconcagua Negro sobre Salmón, y varias evidencias se aprecian los museos locales. Las comunidades del interior descritas están inspiradas en los individuos encontrados en el Cementerio Estadio de Quillota, cuyos restos se encuentran en el Museo homónimo.

Narraciones para niños sobre Prehistoria Local I

Les compartimos a continuación estas páginas que son un extracto del trabajo final del Seminario de Formación en Pedagogía Waldorf dictado por el Colegio Waldorf San Francisco de Limache.

Dicho trabajo resumen las indicaciones para la transmisión de conocimientos relacionados con la prehistoria en el bloque de historia local del currículum de pedagogía Waldorf de educación básica o primaria. El concepto de historia que utilizaremos se aboca más bien a lo que en términos académicos llamamos prehistoria, que corresponde al período previo a la llegada de los conquistadores españoles a la zona en estudio, que es el curso medio e inferior del Aconcagua. La reconstrucción prehistórica e histórica de la secuencia cultural de la zona ha sido escasa, con la utilización de fuentes acotadas y una mirada más bien práctica que reflexiva. Las fuentes de información arqueológica se han mantenido en las últimas décadas, en un espacio confinado, y es mi intención facilitar el uso de esta información y de este tipo de fuentes, para la libre elaboración de una imagen del hombre y su forma de vivir hace milenios, en el espacio que nosotros hoy habitamos y hacemos propio.

Específicamente, compartiré el apartado con relatos basados en los hallazgos arqueológicos realizados en la zona, que se pueden narrar a los niños en el desarrollo de la clase principal, pero que igualmente se pueden adaptar a otros contextos. Espero que los disfruten.

Narraciones[1]

Cerro Mauco, visto desde la ribera sur del río Aconcagua. Fotografía H. A. G., 2006

El siguiente es un relato, de un conjunto de ellos, que toma como punto de partida las evidencias arqueológicas que se han podido estudiar en el curso medio en inferior del río Aconcagua por quien suscribe, como parte de un importante equipo de investigadores. Están pensados para servir de inspiración a un bloque de clases sobre la (pre) historia de los mismos lugares donde fueron encontrados: Concón, Tabolango, Quillota, Limache. Han sido escritos con licencias temporales, privilegiando dar cuenta de situaciones y prácticas culturales, más que de relaciones causales entre ellos. Difícilmente podrían ubicarse, de forma precisa, en una línea temporal y posiblemente, ante el ojo científico carecen de un respaldo material. Han nacido de una reflexión inspirada y pretenden despertar fuerzas anímicas en los niños, para la aproximación emotiva a su pasado remoto. 

I. En un principio

Muy lejos en el tiempo, en el tiempo de los tatarabuelos de nuestros tatarabuelos esta tierra se encontraba escondida detrás de la Cordillera de los Andes, de cara al mar que le bañaba plácido y azul como el cielo en un día de verano. Cada tarde el mar recibía en su cama de añil al Padre Sol, y encendía con la luz de la Luna y las Estrellas un hilo metálico que hacía por tierra el camino que de día había recorrido el disco solar. Aconcagua le llaman hoy quienes viven en estos valles a ese camino, que no era otro más que el río. Aconcagua, porque no recordamos cómo le llamaban nuestros ancestros, porque hace muchos años sus palabras se guardaron y ya no suenan más.

Desde la cumbre de los cerros el Aconcagua se veía como un hilo de plata, pero desde su orilla, se podía confundir con una gran serpiente de agua grisverdosa, que corría sin detenerse nunca desde los cerros. A veces siseaba como silban las serpientes, a veces rugía como anunciando una tormenta y llevaba consigo piedras, ramas y hasta troncos que conducía al mar. En las tardes tibias arrullaba a quienes iban a verle, y siempre cantaba suavecito en las noches, para que los niños que dormían cerca pudieran descansar tranquilos.

El río Aconcagua nutría tierras fértiles, que alcanzaban la suficiente cantidad de días soleados y cálidos y lluvias invernales. Las planicies a su alrededor se poblaban de boldos, arrayanes, maitenes, quillayes, espinos y chaguales. Crecían pastos y flores que reverdecían cuando comenzaba el invierno y se tornaban dorados como el sol a mediados del verano. El aire se llenaba de fragancias, primero de flores, luego de frutas, luego de pasto y cerro suavizado por la brisa suave que anunciaba los días más fríos. Viajando también entre nubes, el interminable canto de los pájaros traía a los hombres lejanos recuerdos de cuando ellos podían entender el lenguaje de los seres alados. 

En esa época los hombres que habitaban estas tierras no vivían aún en lugares fijos, sino que preferían recorrer los valles y descansar junto a cursos de agua, yendo y viniendo entre la costa y la cordillera. Donde fuera que se asentaran, bastaba un abrigo para cubrirse del frío, un hueco en la tierra para armar un fuego protector y dejarse cuidar por el manto de estrellas que cubría los valles de noche. Recuerdos de mundos remotos y paisajes lejanos se podían divisar, si se miraba con cuidado detrás de las estrellas. Cuando pensaban quedarse un tiempo más largo en un lugar, era sagrado hacer una ofrenda en mitad del espacio, cavando un hoyo cuan profundo los brazos se lo permitieran, y depositando allí lo que de otras tierras habían traído. Conchas desde el mar, rocas desde la cordillera. A veces huesos de animales que habían cazado lejos, algunas semillas y por cierto encendiendo un humo para avisarle a los espíritus que iban a estar allí. 

Cierto era que en esa época, hombres y mujeres hacían su vida por separado. Esto porque las mujeres se movían siempre con sus hijos pequeños y con los más ancianos del grupo, entonces su desplazamiento era más pausado. Pero esto les permitía conocer mejor la tierra, escuchar a los espíritus elementales que habitaban cada paisaje y aprender de memoria los caminos que seguían las estrellas. Los hombres por su parte, hacían largas y peligrosas travesías como cazadores y complejos recolectores. Sabían que de sus incursiones conseguirían materia prima para fabricar armas, cueros para su ropa y toldos, y más de algún tesoro que podrían intercambiar con forasteros, como ellos, que venían desde múltiples lugares.

La infancia era un tiempo breve. Todos sabían que en cuanto comenzabas a perder los primeros dientes cumplías ya una edad suficiente para emprender travesías por ti mismo. Si eras un chico, te tocaría acompañar las partidas de caza y comenzar a aprender una serie de trucos: tallar la piedra, apuntar a pájaros en vuelo, moverte sin hacer ruidos. Y si eras chica pronto te dejarían a cargo de los más pequeños, para que las mujeres adultas volvieran a recorrer los campos aprendiendo los secretos de árboles y plantas. Todo ese mundo de vida latente bajo la tierra se entendía muy bien con las mujeres de cada familia. No en vano, la tierra también era madre.  

Gozando de esa vida aventurera, plena de aprendizajes, vivió una mujer hace miles de años. Ella sabía que estaba destinada a crecer junto a las otras mujeres de su familia, cuidando a los más pequeños y a los más ancianos, hasta que le tocara su hora de ser madre. Pero ella estaba más encantada que cualquiera con la idea de cuidar las plantas que crecían en los campos, y entender por qué algunas florecían en cierta época del año y otras no. Había tenido la posibilidad de recorrer largos caminos cerquita del mar y hasta bien entrada la cordillera, y se había dado cuenta que el sabor de las bayas no era el mismo cerca del agua salada que cerca del sol. Que el mismo tipo de árbol podía hacer crecer hojas más redondas o más alargadas. Que los aromas eran distintos en la tierra arcillosa o en el limo del río. “No quiero ser libre como las abejas, quiero ser como las golondrinas y recorrer estas tierras en toda su extensión”. Fue así como decidió alejarse de su familia para viajar ligera y llegar hasta rincones no explorados. Hojas verdes recolectadas por aquí y por allá, amarradas a troncos flexibles, le daban cobijo cada noche. Sus grandes amigos, pájaros, insectos y una que otra lagartija se convirtieron en sus guías y cuidadores, y tarde o temprano pudo recordar el lenguaje de ellos y acogió sus consejos e indicaciones.   

Imbuída en la más absoluta observación del entorno, entendió que hombres, animales y plantas no eran más que hermanos, de una misma madre, la Tierra. Fue semilla acunada por la Tierra. Fue brote y hoja que por primera vez se enfrenta al sol, fue agua regando los árboles y cayendo como llovizna. Fue golondrina, como quiso, también mariposa y una mañana con neblina fue el canto de una turca. Fue flor de amaranto y raíz oleosa de madi. Entendió que el padre de toda civilización era el Sol, que aportaba su calor nutritivo y fertilizante a cada ser en crecimiento y que dejaba un poquito de su calor en el corazón de cada ser vivo.

Una noche mágica, cerca de la desembocadura del río, se dio cuenta de que las estrellas en el cielo volvían al mismo lugar después de un tiempo prudente. Escalaban las laderas por el mismo camino y tocaban la cumbre de los cerros siempre en el mismo punto. Decidió poner una piedra en ese lugar, y le prometió a las estrellas, que volvería cada nuevo ciclo a reunirse con ellas. Si se volvían a encontrar en esa piedra, a la próxima reunión llevaría con ella a su familia y amigos. Así ocurrió. Después de un largo tiempo, ella y las estrellas volvieron a encontrarse, como había predicho junto a la roca que había plantado en el cerro. Su pecho parecía que iba a explotar de alegría. La Luna se mostró completa y tiñó los campos y los alrededores del río de luz pálida.

Mientras contemplaba la imagen de aquel paisaje, se apareció junto a ella un ser de grandes dimensiones, vistiendo una túnica que parecía fundirse con la tierra, y bordado con la misma plata del Aconcagua. “Soy el espíritu tutelar de esta tierra, que cuida a los hombres y mujeres que crecieron, crecen y crecerán junto al río” le dijo. “Esta es mi morada, la cumbre de este cerro. Mi abrigo es la niebla húmeda y salada que me envuelve en las mañanas. Pídele a tu tribu que se asienten a vivir aquí, junto a la laguna verdosa que descansa junto al río. Enciendan fogatas para calentarse, por su humo sabré donde están sus casas. Rasguen la tierra y guarden allí sus semillas, y órenle a los espíritus subterráneos para que las hagan crecer y florecer. Humedezcan la tierra y denle forma como cántaros, para guardar agua y alimento. Escuchen las palabras de las piedras y escriban sus propias declaraciones en las paredes de sus vasijas. Llegará el día en que necesitarán refugio, y mis laderas estarán dispuestas a cobijarlos. Por mientras son bienvenidos a buscar visión en mis alturas. Soy el espíritu tutelar de esta tierra, al norte y al sur del río. Mi nombre es Mauco y viviré aquí para siempre. Yo soy el Espíritu Tutelar de esta tierra y tú eres mi Conocedora”.

La joven Conocedora, contempladora de los ritmos de la naturaleza, de los secretos de las estrellas y de las palabras del Mauco, descendió, entusiasmada y feliz. Bajó las laderas del cerro como un zorro a mediodía, rauda y ligera. Se demoró unos días en encontrar a su tribu, que erraba por las dunas costeras buscando el mejor lugar para armar campamento. Les contó los secretos que le había revelado el Mauco, y las ancianas tomaron felices el consejo, pues resonó en sus corazones. Llegaron al día siguiente junto a la laguna y comenzaron a trabajar de inmediato para hacer de sus toldos livianos casas resistentes al viento, amarrando los cueros más firmes con tendones de guanaco, y cavando hoyos en el centro de las casas para poner fogatas como había pedido el espíritu del cerro. Los niños fueron los más entusiastas en este nuevo juego de rasgar la tierra y depositar bayas y semillas. Probaron incluso con piedras, que muy a su pesar, no florecieron. Y poco a poco fueron descubriendo cuáles crecían abundantes y cuáles no. Con el tiempo, invitaban a los viajeros que pasaban cerca de la laguna, a dejarles otras semillas y frutas que traían de lejos, y así no tardaron en recibir las primeras semillas de maíz, desde las tierras más soleadas del norte.

Mientras cuidaban a los niños pequeños y los recién nacidos, las mujeres comenzaron a experimentar moldear la tierra para hacer vasijas. Ayudadas por nuestra joven Conocedora, pudieron escuchar los saberes de las plantas. Al atardecer, se reunían a conversar en las puertas de sus viviendas y de sus palabras salían las historias que luego grababan en sus ollas rojas y cafés. El fuego sellaba sus historias para siempre en sus paredes, para la eternidad. Nuestra Conocedora diseñó un tipo de vasija en particular y pidió que la moldearan para sí. Era una vasija redondeada, de paredes negras, a veces ondulantes como el cuerpo de una calabaza. Un forastero le había regalado una piedra de hierro que ella molía y esparcía ese polvo por las paredes de arcilla fresca, para darles un aspecto tornasolado. Con una rama filuda ella dibujó líneas en la superficie del jarro, y dibujó puntos que eran las estrellas que ella había aprendido a seguir y le habían conducido ante la presencia del Mauco.

La Conocedora tuvo la suerte de ver establecerse la primera aldea en torno a la desembocadura del río, bajo la influencia protectora del espíritu del Mauco. Gracias a su consejo trajo muchos conocimientos a su tribu y a los forasteros que como ellos de a poco se fueron estableciendo en torno a esta primera aldea. En toda su vida, nunca tuvo una casa estable, ni una vivienda a la cual llamar su residencia, pues aún después de fundada la aldea, siguió su vida aventurera leyendo las señales de la naturaleza y llevando su sabiduría sobre plantas y estrellas de un lugar a otro. “Eres como un águila, que mira la tierra desde cerca del Sol”, le decían, y de hecho, centenares de años después de su muerte la recordaban como Antüpayiñamku, él águila que vino del Sol, y que gestó una nueva vida en la desembocadura del río.

Murió cuando tenía alrededor de cuarenta años. Era amada y respetada y muchos acudían a ella buscando consejo y sanación. Su familia la enterró en un hoyo circular en la tierra, con su cuerpo doblado como si durmiera un largo sueño, envuelta en un cuero de guanaco firmemente amarrado, para que estuviera abrigada como si volviera a estar en el vientre de su madre. Pusieron su cabeza mirando hacia el Mauco, en dirección donde habitaba su eterno amigo y consejero. Y como él pidió, encendieron una fogata para que supiera que allí se había dormido ella para siempre. En sus manos, sus compañeras pusieron una piedra tallada en forma de luna creciente, que dejaron para ella forasteros que viajaban desde las tierras del norte, y que solían buscarla para escuchar de su sabiduría.

* Unos tres mil años después de su muerte, unos investigadores que miraban el Mauco desde la Rinconada de Refinería de Petróleos en Concón encontraron su tumba y su cuerpo, aún flectado, con la piedra en forma de luna en su pecho.

Excavación sitio arqueológico Enap – 3, 1962-3. Fuente: Gajardo Tobar, 1963

Recientes excavaciones en ENAP 3, 2008. Permitieron el hallazgo de la protagonista de esta historia. Fotografía: H. A. G., 2008
Esqueleto de esta mujer, fechada por asociación en el período Arcaico de la zona de la desembocadura del río Aconcagua. Se aprecia el cuerpo hiperflectado con las piernas dobladas (borde superior de la imagen), las costillas (borde inferior), cadera (borde izquierdo) y cuello (borde derecho). El cráneo fue removido post morten y se encontró a unos centímetros del cuerpo. Fotografía: H. A. G., 2008.

Bosquejo de la Prehistoria Local: Curso medio e inferior del río Aconcagua

La Arqueología es el estudio de las culturas del pasado para la comprensión del hombre y su manera de vivir en relación con su medio ambiente y con el mundo espiritual: cómo construye sus asentamientos, consigue su alimento, se viste, se expresa y se relaciona con otros seres vivos.

Convencionalmente, se define la Prehistoria como el período de nuestro pasado que va desde el origen del hombre hasta el surgimiento de la escritura, hace unos 5000 años. En nuestro país, debido a nuestra historia particular, se utiliza el término Prehistoria para referirse al momento previo a la llegada de los españoles, por lo cual es más preciso hablar de un período Prehispánico. La Historia de nuestro país se extiende entre en año 1535 y el presente. 

El río Aconcagua, como eje de la configuración geográfica de esta zona del país es importante para el estudio del pasado de nuestro territorio porque corresponde a una zona de frontera entre los desarrollos culturales del Norte Chico y Chile Central y un eje de articulación de las poblaciones humanas en torno a la principal fuente de agua dulce de la región.

Los vestigios humanos más antiguos en esta zona del mundo datan de hace unos 40.000 años antes de Cristo. A partir de esa fecha, y hasta los 10.000 años antes de Cristo se habla del Período Paleoindio. Este período se caracteriza porque el hombre, como Homo sapiens, entra por primera vez al continente americano, cruzando el Estrecho de Bering, un puente de hielo que comunicó a través del hielo Asia con Alaska. Luego estas poblaciones se desplazaron por toda América, tanto por la costa, como por el interior del continente, llegando incluso hasta el Extremo Sur de Chile. En este escenario natural convive con megafauna (fauna extinta de gran tamaño, como el mastodonte, milodón, caballo americano, tigre diente de sable). Las poblaciones paleoindias se agrupaban en bandas nómades de cazadores y recolectores, que se desplazaban con sus familias y sus viviendas por el territorio buscando diversos recursos según la época del año en que se encontraban. Durante el Período Paleoindio el clima era más frío y lluvioso y el océano se encontraba varios metros bajo su nivel actual.

El clima en este período se tornó progresivamente más cálido, hasta parecerse al que hoy tenemos. Este cambio coincidió con la extinción de la megafauna, la cual fue desplazada hacia el sur del país por los episodios de mayor aridez, el apetito de los cazadores y los cambios de dieta que implicaban los ajustes climáticos que se estaban produciendo sobre la cubierta vegetacional de la Tierra.

El Período Arcaico, arqueológicamente definido, se extiende entre los 10000 años y 320 AC. Se caracteriza por corresponder al comienzo del poblamiento de la zona, momento en el cual se establecen las comunidades que corresponderán a los grupos culturales que observaremos más desarrollados en los períodos histórico – culturales posteriores. Durante el Período Arcaico el hombre comienza a aproximarse al mar como fuente de obtención de alimentos. Aún no se desarrolla la cerámica ni la agricultura, existe sólo un nivel incipiente de horticultura y acercamiento o “aguachamiento” de camélidos, guanacos y llamas principalmente. Con los deshielos, el medio cordillerano comenzó también a ser más accesible y se pudieron aprovechar estacionalmente nuevos recursos alimenticios, especialmente a través de los mismos camélidos que empezaban a intentar domesticar y que poblaban esas áreas, y también nuevas fuentes de materias primas de alta calidad, especialmente para la fabricación de instrumentos de piedra.

De esta época se popularizó la confección de tres tipos de artefactos: los morteros usados para moler, vegetales, semillas, colorantes, etc.; las llamadas piedras tacitas o bloques de piedra con pequeños morteros utilizados también con fines de molienda; y las piedras horadadas, que tenían múltiples funciones: moler, percutir, enmangadas eran usadas como azadón y también como armas, entre otros usos. La tierra era generosa y fértil, sustentaba una vida seminómade, estable y pacífica.

Piedra horadada, recuperada en el sitio arqueológico El Membrillar 1 en Concón. Fotografía: H. A. G., 2006

Son pocas las evidencias que existen en la costa de la zona central de Chile sobre el Período Arcaico. Esto porque debido al alza y descenso en el nivel del mar en relación con la temperatura del planeta es muy probable que los asentamientos de dicho período se encuentren bajo el mar. Hay evidencias más abundantes de presencia humana en la zona durante dicho período, no obstante, hacia el interior del valle, particularmente hacia la precordillera.

En la localidad de Placilla, Valparaíso, en el Fundo Las Cenizas, se pueden encontrar hasta el día de hoy piedras tacitas, grandes bloques de piedra con horadaciones o excavaciones que probablemente se utilizaron como morteros comunitarios, y juntos a ellos, se encontraron individuos enterrados. Ellos datarían del Período Arcaico.

En el sitio Enap 3, al interior de la Refinería de Concón, también hay evidencias de una ocupación Arcaica, particularmente, del enterratorio de una mujer de entre 40 y 50 años de edad al morir, que padeció de yaws, un tipo de sífilis no venérea, que se contagiaba probablemente por la convivencia hacinada y las malas condiciones de higiene, y que fue enterrada junto a una piedra modelada como un pequeño disco. En su enterratorio está basado, con libertad narrativa, el primer relato que se encuentra en el apartado Narraciones.   

En Quintero, en las inmediaciones del estero de Loncura, se encontró un cementerio familiar en cuyos estratos más profundos, hace unos 6000 años se inhumó a una mujer con una ofrenda de dientes humanos, para su vida en el más allá. 

A continuación del período Arcaico, se aprecia arqueológicamente una importante fase de transición desde la mera recolección de alimentos y caza de animales, hacia la producción de éstos. Eso separa conceptualmente dos grandes bloques de tiempo para la Arqueología, comenzando entonces a hablarse del Período Alfarero.

Enterratorio de una mujer del Período Arcaico, en el sitio S- Bato 1, Quintero. Fotografía: A. S., 2009

El hombre, gracias a un profundo conocimiento del entorno y una estrecha relación con la naturaleza, inicia prácticas hortícolas y la incipiente domesticación de animales. Sin embargo, el avance tecnológico y cultural más importante para el nuevo período que comienza en la prehistoria de la zona es la aparición de la cerámica. No se sabe bien cómo surgió la fabricación de cerámica. Las vasijas más antiguas fueron fabricadas en esta zona del país, por lo que parece difícil aceptar que se adoptó de grupos que traían la agricultura aprendida desde otros lugares. Eventualmente, las primeras vasijas fueron escasas y utilitarias, pero con el avance tecnológico, adquirió otros usos. 

Fue así como la cerámica se fue convirtiendo en un elemento para expresar la identidad de una comunidad. Es por eso que cada grupo cultural fabricaba vasijas con formas diferentes y las decoraba con motivos muy propios de su cosmovisión. Estas diferencias son precisamente las que nos permiten adscribir culturalmente los sitios arqueológicos, vale decir, reconocer qué comunidad cultural vivió allí. En la funebria, por ejemplo, vemos que la cerámica tiene un uso social e identitario. Mientras los individuos Bato se enterraban con vasijas fragmentadas o parte de ellas, las comunidades Llolleo y Aconcagua depositaban vasijas completas a sus muertos, para su uso en el más allá.

Hacia el año 300 antes de Cristo los grupos humanos de esta zona se identifican con dos identidades culturales que hoy llamamos Cultura Bato (300 aC – 1100 dC) que habitan principalmente sectores costeros, y el Complejo Cultural Llolleo (200 aC – 1100 dC), quienes demostraron preferencia por los sectores de valles interiores.

En sus lugares de habitación, los Bato conformaban basurales denominados arqueológicamente como conchales, hechos principalmente de restos de conchas, cerámica y materiales orgánicos que desperdigaban en torno a sus viviendas. Para los arqueólogos son el principal elemento cultural para distinguir la presencia humana en el paisaje en tiempos remotos.

Sus viviendas se agrupaban en pequeños de caseríos o refugios semipermanentes cercanos, por ejemplo, alrededor de una quebrada. Éstos eran habitados por unidades familiares (abuelos y abuelas, sus esposos o esposas, sus hijos y esposos o esposas, más los hijos y esposos o esposas de éstos, y así sucesivamente). No había una estructuración social muy determinista, pero el análisis de la complejidad de los ritos funerarios sugiere que las mujeres tenían un rol social predominante, posiblemente porque llevaban una vida más sedentaria que los hombres.

Algunos individuos Bato usaban un piercing labial muy característico, llamado tembetá, que consistía en una gruesa perforación del labio inferior para hacer salir por este un botón de piedra o cerámica. Hombres, mujeres y niños usaban este elemento. También usaban cuentas de concha (especialmente los niños pequeños, aparentemente para protección después de su nacimiento) y metal, y orejeras.

Las comunidades Bato vivieron preferentemente en las terrazas y lomajes costeros cercanos a vertientes o a quebradas que bajaban desde la Cordillera de la Costa hacia el mar, lo que les permitía hacer uso de recursos marinos, tales como moluscos de playa (machas, almejas, etc.); de roca (locos, lapas, etc.); peces; mamíferos marinos; recursos de agua dulce y también de la flora y fauna continentales, como es el caso de zorro, guanaco, roedores y aves, y abundantes cultivos.

Vista frontal de un individuo masculino con un tembetá (piercing labial) de cerámica in situ en su enterratorio

La cerámica Bato se caracteriza por el uso de materiales locales para la fabricación de cerámica, la producción de vasijas de superficie alisada y pulida de tonalidades pardas, rojas y negras, y paredes gruesas. Se distinguen también elementos decorativos típicos, como asas mamelonares, gollete cribado (como regaderas), cuello cilíndrico estrecho, asas de suspensión, decoración de hojas en negativo sobre pintura roja, uso de hierro oligisto, y motivos decorativos como el inciso lineal punteado, con relleno blanco o con puntos y chevrones. Los motivos decorativos muestran una fuerte conexión con la naturaleza, representando plantas y animales marinos, voladores y terrestres. El origen de este tipo de vasijas está relatado, también con licencias narrativas y temporales en la tercera historia del apartado Narraciones.

A nivel de la funebria, las comunidades Bato se caracterizan por la inhumación de individuos aislados o en grupo, a veces incluidos en los conchales, en posición flectada o hiperflectada (en otras palabras, en posición fetal), decúbito lateral o ventral (hacia un lado o el otro del cuerpo, o boca abajo) y sin ofrenda cerámica entera, a excepción de fragmentos de vasijas intencionalmente quebradas alrededor de los cuerpos. La ofrenda de restos malacológicos, o sea de conchas, es bastante rica, reflejando ésta evidencias de estratificación social, diferencias según el género y la ocupación. Cada especie tenía un simbolismo particular, aún poco comprendido por la Arqueología. Por ejemplo, se solían poner choritos juveniles (que aún no se habían desarrollado del todo) en la zona del vientre de hombres y mujeres. Las machas que adquieren una característica tonalidad blanca, se ponían en las tumbas de mujeres y los picorocos se depositaban junto a hombres que, por el análisis de sus restos óseos, se piensa que fueron buceadores.

Las evidencias funerarias que nos han legado nos permiten conocer que creían en la vida después de la muerte, y preparaban a sus muertos para que pudieran continuar su vida después de ésta, adjuntando muchas veces alimento y elementos que les permitieron trabajar en lo que sabían en el lugar a donde iban. El fuego y el humo era un elemento importante para ellos. Regularmente volvían y ofrendaban elementos a sus muertos y el marcar sus tumbas con piedras les facilitaba construir una memoria sobre los sitios cementerios. Como se señalaba anteriormente, de sus tumbas deducimos además que las mujeres tenían un rol familiar preponderante, agrupando a los familiares, especialmente a los niños, en torno a ellas. Los niños eran cuidados en los caseríos, y sobre los 3 años se incorporaban a las tareas domésticas como un adulto más, como lo muestran sus tumbas, donde son enterrados en la misma posición y con elementos similares a los adultos.   

Los Bato llevaban una vida tranquilla, casi no hay evidencias arqueológicas y bioantropológicas (a partir del análisis de sus restos óseos) de violencia entre ellos. Sus principales enfermedades probablemente tenían que ver con infecciones que les causaban la muerte en poco tiempo (pues no se encuentran evidencias en sus huesos), por complicaciones en la recuperación de heridas, o por afecciones respiratorias (sinusitis, otitis, pulmonía). Ya de mayores solían sufrir de artritis en la columna vertebral, sobretodo espalda baja y cadera (posiblemente por cargar mucho peso) y también se suelen encontrar luxaciones de tobillo. Las mujeres exhiben también artrosis en muñecas y codos, posiblemente por la realización de tareas manuales (como el tejido, la cestería, la fabricación de redes) o la molienda de granos en morteros de piedra.

Sólo se ha registrado un caso de un asesinato ritual en las comunidades Bato del área de desembocadura del río, y corresponde al ajusticiamiento de un hombre joven, de alrededor de 20 años, con muy buen estado de salud y nutrición. Su tumba fue cuidadosamente preparada, luego arrojado a ella y apedreado. Las razones de esta muerte se han perdido en los anales del tiempo.

Enterratorio de un individuo “apedreado”, único caso de violencia registrado en la zona. Sitio arqueológico El Membrillar 1, Concón. Fotografía: H. A. G. 2008

Los sitios arqueológicos Bato se encuentran entre el estero Los Molles, costa de La Ligua, por el norte y el río Maipo por el sur. Los fechados indicarían un momento inicial dentro del Complejo Cultural entre el 300 aC y el 30 aC (con una vida semi sedentaria, con alfarería muy escasa y baja densidad de población), y una fase de consolidación entre el 30 aC y el 800 dC (donde se configuran aldeas de numerosa población, se observan prácticas hortícolas muy establecidas, la cerámica se vuelve utilitaria e identitaria, expresa simbolismo, se configuran complejos cementerios y se establecen relaciones con grupo de más al interior del valle). En el curso inferior del río Aconcagua la presencia Bato se ha fechado entre los años 40 y 915 dC. Esta última fase de desarrollo estaría marcada por una crisis ambiental, poco documentada desde la evidencia arqueológica, pero si observada desde las fuentes suprasensibles, que habría conducido al desplazamiento de la población costera hacia la zona del curso medio del valle, particularmente la zona de Quillota. La máxima concentración de sitios Bato en el curso del Aconcagua, no obstante, se registró siempre en el área de desembocadura del río. En el curso medio del río Aconcagua se han registrado ocupaciones Bato en Quillota y San Pedro (sitios arqueológicos Fundo Esmeralda y San Pedro 2).

Más o menos en el mismo rango temporal, pero en un espacio geográfico levemente diferente, se puede encontrar arqueológicamente a otro grupo cultural, el Complejo Cultural Llolleo. Se asentaron también en la esfera costera, pero privilegiaron principalmente los valles interiores, terrazas de ríos, lagunas costeras, aleros rocosos, vegas cordilleranas y los sectores costeros que estaban relacionados siempre con los  sistemas de valle o quebradas del interior. Tenían una forma de vivir levemente diferente a los grupos Bato antes descritos. Las evidencias indican que eran poblaciones totalmente sedentarias, de economía hortícola que sólo aprovechaban ciertos recursos marinos como complemento. La dispersión de los grupos Llolleo sería más amplia y en ocupaciones más densas que los Bato, abarcando una zona que va desde el valle del Choapa hasta las cercanías del Maule, pero su manifestación más fuerte se dio entre los ríos Maipo y Cachapoal y muy probablemente estarían relacionados a las avanzadas más septentrionales de grupos del sur del país (proto – mapuches). Los artefactos que manufacturaban sugieren una disminución de la importancia de la caza y un aumento de la tecnología de molienda.

Los elementos más diagnósticos de lo Llolleo son: a nivel de la cerámica, la fabricación de vasijas o contenedores grandes, ollas medianas y pequeñas de uso cotidiano, jarros simétricos y asimétricos y tazones. Sus decoraciones eran similares a lo Bato, pero estilizaron los incisos y modelados zoomorfos, fitomorfos y antropomorfos, con modelado continuo de cejas/nariz y ojos en forma de grano de café, en un diseño característico de lo Llolleo. La presencia de asas puente, entierros en urna y formas similares al jarro pato, vinculan este Complejo con tradiciones culturales del sur del país, antecedentes arqueológicos de los mapuches históricos.

El tembetá desaparece del conjunto de adornos corporales en lo Llolleo, pero se mantienen los collares y pulseras de cuentas de lutita, concha, cobre o malaquita, también aparecen figuritas zoomorfas como colgantes.

En la funebria, los individuos Llolleo se caracterizaron por depositar a sus deudos usualmente en las mismas áreas de habitación, con los cuerpos depositados flectados, lateral o ventralmente. La cerámica adquirió un rol más simbólico e identitario, por lo que para ellos es común ofrendar vasijas completas a los esqueletos y herramientas de uso cotidiano, que dan cuenta de su ocupación en vida. Por ejemplo, en el sitio Fundo Esmeralda, en San Pedro, Quillota, se halló el enterratorio de una joven de alrededor de 17 años que entre sus manos tenía dos pulidores utilizados probablemente para alisar la superficie de las vasijas. Ellos no señalizaban sus tumbas con piedras ni otros elementos que hayan perdurado en el tiempo, pero sabemos que mantenían una memoria viva sobre estos enterratorios pues los Aconcagua o los inkas que llegaron a la zona, usaron las mismas áreas de cementerio, cavando incluso cámaras funerarias bajo los enterratorios Llolleo, sin disturbar ni siquiera un hueso de esas antiguas tumbas. Eso es lo que se aprecia, por ejemplo, en el cementerio del sitio arqueológico Carolina, en Pocochay.  

En el curso medio e inferior de la cuenca del Aconcagua se han registrado ocupaciones Llolleo en los La Cruz, Quillota, San Pedro y Limache. Fechados que se han obtenido de esos sitios arqueológicos indican que las comunidades Llolleo habrían habitado el valle de Quillota desde el año 140 dC al 680 dC.

Los estudios desarrollados en la zona del Aconcagua, particularmente a partir de la comparación de sitios del interior (curso medio y superior) con otros de la desembocadura del río han llevado a proponer que en el curso inferior, Bato y Llolleo, a pesar de coexistir, habitan espacios separados, vale decir, no se mezclan en sus áreas de habitación. Pero hacia el interior, sus ocupaciones se interdigitan espacial y materialmente, vale decir, tienden a ocupar espacios de manera conjunta.

Investigaciones realizadas entre la costa de Los Molles y la desembocadura del río Aconcagua desde hace 20 años han llevado a plantear la ocurrencia de un cambio climático que se inicia alrededor del año 800 después de Cristo y que se extiende, como un aumento de la temperatura, hasta después del año 1200 dC, que lleva a un cambio entre un clima templado y húmedo a un escenario cálido y seco. 

No hay evidencias detalladas en el registro arqueológico de qué ocurrió a nivel cotidiano, no obstante, sabemos que no hubo competencia por los recursos entre los grupos locales, sino más bien se solidificaron y construyeron alianzas con una fuerte identidad de grupo, que llevó a cambios ideológicos que repercutieron en cómo se expresaban artísticamente y cómo conceptualizaban la muerte. El modo de vida horticultor y alfarero se mantuvo estable y la población se concentró hacia el interior de los valles. Es el mismo proceso que antes se describió para las comunidades Bato, que llevó a la formación de una nueva unidad social, síntesis de ellos y de las comunidades Llolleo.

El Período Intermedio Tardío (PIT) es el nombre con el que arqueológicamente se describe este nuevo momento en la crónica prehispánica de estos valles. Abarca fechas que van entre los años 900 y 1350 dC. Dicho período corresponde por completo a la Cultura Aconcagua, quienes aprovecharon los conocimientos conseguidos en el período anterior, los adaptaron y utilizaron para un aprovechamiento total del medio en el que habitaron. Hacia el año 1350, la llegada de influencias inkas a la zona, provenientes desde el norte de nuestro país, marcan un nuevo período denominado Período Tardío, o Periodo Aconcagua – Inka, momento en que las comunidades locales mantienen su identidad, pero empiezan a aparecer elementos en el arte que indican fuertes influencias foráneas probablemente adquiridas en un principio través del contacto con comunidades del Complejo Cultural Ánimas y la Cultura Diaguita, propias del norte chico, y luego por la presencia de individuos inkas traídos a la zona desde el norte de lo que hoy es nuestro país o incluso desde el corazón mismo del imperio cuzqueño.

La extensión geográfica de las comunidades Aconcagua abarca desde la zona del valle del Aconcagua, por el norte, – aunque se han encontrado evidencias hasta el valle del río La Ligua- hasta el Cachapoal por el sur. La población parece concentrarse en el valle, siendo menos ocupada la zona costera y cordillerana, pero hay una presencia abundante y sostenida de este a oeste. También se ha encontrado material cerámico Aconcagua en sector argentino, formando parte de contextos alfareros locales, que dan cuenta de una gran movilidad de estas poblaciones.

 Los asentamientos son más numerosos (los cementerios más densos así lo atestiguan) y probablemente los conjuntos viviendas de familias extensas ya han comenzado a traslaparse, conformando aldeas unidas ya no sólo por vínculos familiares, sino también sociales. Las comunidades son claramente más sedentarias y con una horticultura más establecida, que está comenzando a canalizar el agua del río, como lo sugieren canales de piedra encontrados en las inmediaciones del cementerio Estadio de Quillota.

La cerámica adquiere en este período un rol identitario y político aún mucho más fuerte. A diferencia de lo que se observaba entre los Bato y los Llolleo en sus tumbas, acá importa menos el individuo y su historia como parte de un grupo familiar, y más que cada sujeto exhiba su identidad grupal, Aconcagua.

Vasija Aconcagua Salmón con diseño de trinacrio recuperada del sitio arqueológico Estadio de Quillota.

Los elementos distintivos de la Cultura Aconcagua, a nivel de la cerámica, son la fabricación de vasijas de pasta anaranjada con decoraciones en color rojo y negro, cuya forma más común es el puco, un plato de paredes bajas, y el motivo de decoración más típico es el trinacrio, un diseño con tres aspas que se distribuyen casi simétricamente en torno a un círculo central. Se siguen reproduciendo las formas utilitarias de los períodos anteriores, como ollas de cuerpo globular, con dos asas, los grandes contenedores para líquidos y los jarros “choqueros”, tipo tazón.

Imagen de una ofrenda típica del Período Aconcagua. Sitio arqueológico Estadio de Quillota

Otros elementos nuevos son introducidos a partir de la funebria: los cuerpos son depositados exclusivamente en posición extendida, ya sea decúbito dorsal, ventral (acostados boca arriba o boca abajo) o en menor medida, lateral (acostados sobre uno de sus costados), comúnmente bajo túmulos. Los túmulos eran tumbas colectivas donde se enterraban los individuos en conjuntos familiares, y cada enterratorio se cubría de piedras, formando capas. Muchas veces los deudos retornaban a los túmulos para hacer ofrendas, dejando evidencias de quemas pequeñas junto a la tumbas. Se mantiene la ofrenda vasijas completas en los enterratorios, y aumenta el número de vasijas ofrendadas, probablemente asociadas al status social del individuo. Por ejemplo, en el Estadio de Quillota, el cementerio de túmulos más grande excavado en la cuenca del Aconcagua, habían individuos acompañados de una simple vasijas pardo alisada hasta tumbas múltiples en las que se recuperaron 25 piezas, entre ollas utilitarias y vasijas ceremoniales con complejas decoraciones de trinacrio y tricromía.  

Las puntas de proyectiles pequeñas halladas en los contextos Aconcagua demuestran que la caza de aves y animales menores fue una actividad importante. Desarrollaron el procesamiento de alimentos para hacer chichas, sopas, papillas y también la textilería. Continuaron utilizando algunos elementos de períodos anteriores, como las piedras tacitas, las piedras horadadas y los morteros de piedra.

En el aspecto social se conoce a través de fuentes históricas y arqueológicas la existencia de jefes, llamados curacas o caciques, que gobernaron dividiéndose las tierras en mitades complementarias, como la «mitad de arriba» y «la mitad de abajo» del valle, vale decir, el interior y la costa. Un elemento utilizado sólo por estos jefes para señalar dicho rango eran las clavas, que constituían sus emblemas o insignias de mando. Se han encontrado clavas de piedra de al menos 30 cm de alto, y también miniaturas que eran usadas como pendientes. Por ejemplo, en el Estadio de Quillota, se encontró la tumba de un pequeño de siete años que en su mano izquierda tenía una miniatura de Clava, que alguna fue usada como un colgante.

Miniatura de clava encontrada en el sitio Estadio de Quillota, en la mano de un pequeño de unos 7 años de edad al morir.

En esta estructura social más compleja los jefes o representantes de cada comunidad solían reunirse a conversar para establecer alianzas comerciales y de cooperación. Al igual que en los período anteriores, reinaba la paz entre las comunidades. Es posible que el hombre adquiriera un rol social más preponderante, como jefe de un caserío o linaje, a diferencia de lo que se observaba en los períodos anteriores. La evidencia suprasensible sugiere que la jefatura no era privativa de un género, pero sí había cierta preferencia por el rol masculino. Y si no había un hombre disponible para ostentar dicho cargo, sería una mujer quien lo tomaría, por derecho de sangre.

Probablemente, el rol político de los hombres se vio fortalecido a través del tiempo por su amplia movilidad en el territorio, como parte de grupos de cazadores, comerciantes o buscadores de materias primas. Podemos buscar incluso evidencias de esa sabiduría en el esfera mapuche, donde Ziley Mora a recogido este antiguo proverbio: nampülkafe wentru ta inche (yo, el hombre, soy ese ocupado viajero recorredor de mundos), que en su propio análisis sobre el dicho, dice: “destaca uno de los atributos ancestrales de la condición del ser varón: la actividad de conocimientos y conquista. Antiguamente, el hombre adquiría autoridad según la magnitud de sus expediciones guerreras, básicamente, aquellas que organizaba allende los Andes para obtener las cualidades de la madurez (Ziley Mora Penrose. Palabras mágicas para reencantar la tierra. Uqbar Editores, 2012).

Los sitios de adscripción Aconcagua reconocidos en el curso medio del valle homónimo están representados por las ocupaciones más tardías de los sitios Estadio de Quillota, que correspondía probablemente a un cementerio de túmulos, donde el componente propio del Período Intermedio Tardío abarcaría desde Aconcagua hasta el momento de aculturación diaguita-incaica. Además, hay vestigios Aconcagua en Concón, Cerro Mauco, Tabolango, San Pedro, La Cruz, Limache y Quilpué, además de lo que se observa en los valles del río La Ligua, el Maipo, Mapocho y hasta el Cachapoal.

En estos momentos, a principios del primer milenio antes de Cristo, se establecen las relaciones entre Diaguitas y Aconcaguas con una data muy anterior a la llegada del Inka, registrándose puntos de contacto, como lo observado en el cementerio Estadio de Quillota, donde se encontraron tumbas con ofrenda mixta, de ambas culturas, y vestigios de enfrentamientos, como lo visto en el cementerio Escuela de Placilla, en La Ligua, donde se encontraron contextos funerarios Aconcagua y Diaguita mezclados, además de una gran cantidad de puntas de proyectiles, algunas asociadas a esqueletos evidenciando eventuales rencillas entre los grupos locales, en áreas más marginales de la esfera Aconcagua. Es importante destacar la importancia que tenía en este tiempo el intercambio de mujeres, que por su capacidad reproductiva representaban las energías materiales y telúricas de la comunidad. Aceptar que una mujer fuera sacada de su comunidad y entregada a otra era un voto de confianza profundo, implicaba entregar una parte clave de la energía vital y del futuro de una comunidad. La hermandad pasa a conformarse ahora ya en la materia, y se puede replicar en el tiempo a través de los hijos de uniones mixtas. Es el paso evidente a hacerse hermanos por elección, entre las poblaciones de uno y otro valle, o incluso más distantes. El cuarto relato del apartado de Narraciones cuenta un poco de estas alianzas.

Las relaciones Diaguita – Aconcagua son claves para entender las manifestaciones inkaicas en la zona, pues como ya se mencionó la interpretación tradicional sugiere que las influencias cuzqueñas llegaron a la zona, a la esfera Aconcagua, mediadas por poblaciones Diaguita, quienes por su tradicional organización dual similar a la Inka adoptaron más fácilmente el dominio cuzqueño. Es muy probable que el Inka aprovechara las buenas relaciones establecidas entre Aconcaguas y Diaguitas antes de la expansión de su influencia en la zona, como puente para acceder a personajes de alta jerarquía dentro de las comunidades locales. Estas jerarquías se habrían empezado a configurar ya en el Período Alfarero Temprano, cuando las poblaciones Bato y Llolleo conformaban comunidades semisedentarias pero con claras tendencias a la concentración en el interior del valle o en su curso inferior, pero estaban consolidadas hacia el tercer siglo del primer milenio dC.  

 Las primeras crónicas españolas señalan que la población se distribuía en aldeas conformadas por 12 a 15 chozas. Sus moradores, probablemente parientes, reconocían como jefe al descendente directo del fundador del linaje. A su vez, estos jefes estaban sujetos a la autoridad de otro, señor de un valle o porciones de él. Para el español, esta autoridad era señal de propiedad. Las crónicas antiguas señalan que para los indígenas, dicha autoridad era más bien una responsabilidad y la elección de una tierra como “propia” no era más que una declaración de sus preferencia emotiva por ella.

Diversos autores plantean que los grupos Aconcagua no fueron asimilados en su totalidad, siendo sólo núcleos poblacionales específicos quienes participaron directamente de las normativas inkas de acuerdo a los intereses y requerimientos de la orgánica estatal de ésta. Se conforman así contextos arqueológicos exclusivamente Aconcagua, otros Aconcagua – Inka o Inka Local y otros con elementos más exclusivamente Inka.

Ya en el Período Tardío, en cuanto a la explotación de recursos se hizo evidente un avance de las técnicas hortícolas en paralelo a un mantenimiento de la caza y la pesca. El Inka habría introducido en la zona técnicas de manejo y canalización del agua con lo que en este momento se podría hablar de agricultura efectiva. Respecto de la caza, si bien es evidente que ésta se mantuvo como un medio importante de aprovisionamiento, es probable que fuera modificada en relación a la presencia de camélidos domesticados. La pesca pudo haber sido una de las actividades más impactadas por la llegada de influencias foráneas. La importancia que le dio el inka a la explotación de metales, por ejemplo, en los lavaderos del Marga – Marga pudo haber implicado un desplazamiento de un número importante de las poblaciones pescadoras hacia el trabajo en los lavaderos, disminuyendo la explotación de los recursos costeros. Una acción como ésta pudo determinar la situación observada por diversos cronistas hacia el año 1600, quienes reportan la ausencia de suficientes pescadores para abastecer los enclaves españoles en el la zona central de Chile.

A la llegada de los españoles se encontraban en la zona al menos tres caciques de renombre: Quilicanta, Michimalongo y Tanjalongo, quienes debieron enfrentarse a la llegada de los extranjeros, no sin conflictos entre ellos mismos, ya que se dice, unos optaron por aliarse con los españoles y otros no. El primero de ellos, de procedencia cuzqueña se enfrentó a los segundos por el dominio de partes del valle.

A partir de la Fundación de Santiago en 1541, la población indígena local sufrió un profundo impacto negativo, debido a la guerra, las violaciones de mujeres, las epidemias, los continuos traslados y el mestizaje a que fueron sometidos por los españoles. Con ello su identidad como pueblo Picunche o Aconcagua, heredero de la tradición Bato y Llolleo se diluye en las haciendas coloniales, en donde se mezclaron con los criollos. Estos cambios generaron una pérdida sustancial de todo el patrimonio intangible de estos hombres y mujeres partiendo por su lengua, sus mitos y tradiciones, su música, los detalles de su cosmovisión, su medicina y sus saberes ancestrales. Nos queda como referencia más próxima la esfera Mapuche, que por su acérrima resistencia a la conquista, no fueron absorbidos y pudieron ser observados por cronistas españoles que registraron en escritos sus costumbres, lengua y forma de vivir. Lo mismo ocurrió en los valles de Quillota, Limache, Tabolango y Concón. Los grupos del Aconcagua llevaban una vida similar, mas llena de detalles que los hacían únicos y que deban cuenta de su propia reflexión respecto del entorno en el que vivían y su biografía como pueblo. La imagen que podemos construir a partir de esos relatos, no es más que un pálido reflejo de la vida de esos indígenas elaborado a partir de juicios europeos y católicos. Las evidencias arqueológicas que tenemos de los primeros habitantes de nuestros valles son también áridas y carentes de vivacidad, no son más que objetos mudos. La invitación es entonces, al arqueólogo, al historiador, al maestro y todo Aconcagüino a aproximarse al conocimiento de las vivencias de estos ancestros desde un pensar vivo, una reflexión inspirada que, libre de juicios, pueda descorrer el velo del tiempo. “Peumagnen felepe” se dice, como despedida, en mapudungun.

Quiénes somos

Raíces ha sido el resultado de veinte años de esfuerzos profesionales que comenzaron en 2002, cuando cuando se da inicio al proyecto Museo de Alicahue. Representa la consolidación de un trabajo en equipo que ha permitido posicionar al Museo en el estudio, la protección, la conservación, la difusión y la educación del patrimonio cultural de la comuna de Cabildo y de la provincia de Petorca, siendo reconocido en la región de Valparaíso por su labor de resguardo del patrimonio natural y cultural.

Raíces Revista de Estudios Patrimoniales, nace precisamente con dos objetivos principales. Ser un lugar de encuentro que acoja la labor concreta de quienes conocen y sienten la imperiosa necesidad de comunicar el valor que tiene el patrimonio cultural y natural en sus distintas expresiones, al crear una relación de identidad de la gente con su pasado y con un proyecto futuro compartido. Y constituirse en un medio que genere debate, serio y con altura de miras sobre los temas patrimoniales contingentes, especialmente, en su vinculación con el desarrollo económico y político del país.   

El patrimonio cultural entendido como todas las manifestaciones culturales pasadas o presentes, tangibles o intangibles, que son representativas de la cultura de un determinado grupo humano pretérito o actual, no es renovable, no es reproducible en su unidad y significado y su pérdida cuando se produce es definitiva.

Ello no significa desconocer que el patrimonio cultural también posee un valor económico que debe ser descubierto, evaluado en su viabilidad y ser bien utilizado. Es válido que la comunidad demande el uso social del patrimonio cultural, pero ello exige la planificación de una oferta patrimonial.  Para planificar hay que conocer y luego explicar el sentido y significado del patrimonio que se quiere ofrecer turísticamente. Es decir, surge la necesidad y obligación de realizar previamente un plan de manejo del patrimonio cultural, entendido como un sistema de decodificación de mensajes con ciertos niveles de complejidad, que se convierte así en el acto de comunicar, de hacer inteligible algo de una manera determinada.

Raíces, hoy es un blog, pero originalmente fue pensado como una revista de Estudios Patrimoniales. Tal como en la idea original, pretende cubrir estos aspectos y expresiones del patrimonio cultural, desde el ámbito de las disciplinas que lo estudian, como la arqueología, la historia, la antropología, la arquitectura, la geografía, la biología y la botánica, entre otras. Pues entendemos que el espacio natural, no es natural, sino que después de milenios de acción intencional o no intencional del ser humano sobre la tierra no se puede hablar en sentido objetivo y literal de ambientes naturales, como todo lo que hoy tiene que ver con el ser humano y la sociedad el espacio en que éste se desenvuelve es algo cultural.  

Valparaíso, marzo de 2020

El Editor

Jarro doble comunicante en forma de U, con asa cinta puente vertical, zoomorfa del tipo cerámico Aconcagua Salmón, encontrada en el Estadio de Quillota. Créditos: H. Ávalos.
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